De pronto, cuando escuchas que te está diciendo “idiota”, “egoísta” y “tarado”; no te lo tomas en serio y amilanas tu enojo respondiendo con frases frescas y descaradas; sintiendo el morbo y la satisfacción que solo puede hacerte sentir el hecho de enfurecer a alguien con indiferencia.
De pronto, inventas razones que justifican muy bien tu comportamiento huraño, pero que rasgan tajantemente tu sinceridad en dos y alimentan tu innata capacidad para mentir.
De pronto, te importa más el que opinará el mundo exterior acerca de tus problemas interiores, y fuerzas tus argumentos a ser falsos solo por quedar bien.
De pronto, finges opinar algo que no opinas, gustar de algo que no te gusta, reír de algo q no te da risa y creerte el más osado del mundo por saber dominar las situaciones a costa de manipulación y cursilerías.
De pronto sientes tanta rabia de ti mismo, tanta envidia de lo común y corriente, tantas ganas de mentir para ser un poquito más normal; que te alienas, te mutas, te transformas.
Es entonces donde sale a flote la bestia malévola que eres, el animal rastrero que se oculta bajo tu cara inocente y la máquina de odio que manipula tus acciones.
Es entonces, cuando sientes lo que sintió Luzbel al alejarse de Dios, Caín al matar a Abel o Judas al recibir las monedas.
Te sientes un ser malo, y lo peor, es que sabes que lo eres; entonces le encargas a la noche que desbarate tus impulsos de muerte y que tranquilice tu corazón de hombre; porque estás seguro de que tu cólera, tu coraje y tus celos; tus rencores y venganzas; y tus miedos y demás engendros afectivos; solamente tienen la esperanza de eliminarse o convertirse en tornasolados afectos si conviertes al tiempo en tu más fiel amante y le das permiso para detener tu hemorragia emocional.
Y de pronto, te liberas. Luego de un eterno pugilato entre tu actitud diabólica y tu moral santurrona y donde no hay ganador ni perdedor, solo apuestas.
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